Por suerte para las personas de hoy, cada vez se habla más de las emociones y de psicología, pero por desgracia no se termina de profundizar ni entender de manera completa el significado de estas en el ser humano. Esto sucede, por ejemplo, con el significado de la tristeza.
Desde que se constituyó la psicología como una ciencia y fue arrancada de su raíz filosófica, se ha dejado de entender las emociones desde un punto de vista integral y completo, desatendiendo especialmente al plano espiritual, que es el que más las determina y las origina. Es el espíritu el que evoca las emociones, no las experiencias. Por ello, si dejamos de entender lo espiritual dejaremos de entender las emociones ni sus causas y sus consecuencias —así como todo lo que hay en el ser humano, pues todo está influido por lo espiritual—. Y para entender lo espiritual, obviamente no podemos limitarnos a la ciencia, pues para eso se queda muy corta. Es por ello que necesitamos volver al estudio de la Filosofía y de la Metafísica.
Ya sucede en emociones menos complejas como la ansiedad o el estrés, mucho más se complica en emociones más profundas como la tristeza o la infelicidad, que, por otro lado parecen una epidemia mundial.
Es desconcertante que los aumentos de depresión y suicidio se da precisamente en los países donde supuestamente estamos más avanzados y desarrollados, ya no solo en la tecnología sino supuestamente en salud y problemas sociales, que son los que parecen más relacionados con la idea de bienestar y felicidad.
Pero resulta que no, que el ser humano no es feliz por lo que tiene sino por cómo es, por cómo ama y por cómo utiliza su libertad, lo cual implica la necesidad de una ética y un aprender a amar y a respetar según la ley natural. Una ley natural que debe comprender todas las dimensiones del ser humano, no solo la biológica y la psicológica sino también la espiritual, aunque nos suene un poco a chino. Y de esta inmadurez para amar con valores reales —y no ideológicos o parciales— viene toda la tristeza y todo el vacío que sufrimos en el Primer Mundo.
Porque la tristeza no es solo un sentimiento que paliar con terapias o técnicas que acallan los síntomas, sino también una pasión del espíritu con un sentido que entender y que solucionar. Para ello debemos entenderla de manera integral y completa desde las 3 dimensiones del ser humano —biológica, psicológica y espiritual—, y aprender a diferenciarlas, así como a integrarlas.
¿Qué es la tristeza?
Comencemos con una definición un poco más universal.
La tristeza es una vivencia que nace siempre de la ausencia o de la carencia de algo. Los psicólogos hablan de que el origen de la tristeza está en «la pérdida», pero yo prefiero llamarle «ausencia», que es un concepto más profundo y filosófico. Estamos tristes cuando hemos perdido algo o nos falta algo. Sobre todo cuando nos falta algo importante: el amor especialmente. Perder algo que amamos o el amor de alguien es la causa más profunda de tristeza. Aunque también aparece cuando perdemos la esperanza.
Pero, si la atendemos desde una perspectiva integral, hay tres tipos de tristeza. Por un lado está la tristeza física, por otro, la tristeza emocional y por último, la tristeza en su significado espiritual.
La tristeza desde una perspectiva integral
La tristeza física
La tristeza física u orgánica es un tipo de tristeza de origen biológico más que psicológico. Es la causa de muchas depresiones llamadas endógenas, es decir, que no tienen demasiadas causas exógenas o externas, sino internas. No viene de sufrimientos o problemas vitales, sino que proviene en gran medida del interior de nuestro organismo. Es una depresión por una carencia física (o más concretamente química); es decir, una carencia de neurotransmisores u hormonas, por problemas nutricionales, endocrinos o bioquímicos de algún tipo. Por lo tanto, suele tratarse mediante farmacología, aunque en realidad la mejor opción es tratarla a través de la alimentación y la terapia.
Esta tristeza física se siente como un desánimo general al que no le vemos explicación ninguna. No echamos en falta nada en concreto, ni sentimos que nos han hecho daño ni nos lamentamos por un sufrimiento demasiado específico: simplemente perdemos las ganas de hacer nada, el interés por lo que antes nos motivaba, la capacidad de disfrutar de las cosas, la ilusión, la energía y, normalmente, se nos pueden alterar otras funciones orgánicas como el apetito o el sueño (con un aumento o disminución de ellas).
Debemos entender que la tristeza puede tener un origen orgánico —y no solo emocional o moral, como se suele creer— influido en mucho por lo que comemos, por nuestro ritmo de vida y nuestro nivel de cansancio, por nuestro desgaste físico y nuestra salud general, por nuestra calidad del sueño, por nuestros hábitos y vicios, por nuestro equilibrio hormonal, etc. Esta tristeza es inicialmente buena, pues es como un piloto que nos alerta de que algo falla en nuestra salud, pero, si se prolonga, se vuelve bastante mala y tremendamente tóxica. Por eso debemos aprender a escuchar a nuestro cuerpo.
La tristeza psicológica
La tristeza psicológica o emocionales de la que más se habla ahora mismo, aunque su verdadero nombre es «pena». El sentimiento de pena es el dolor que deja la ausencia de algo en la psique (en la mente). Puede ser la pérdida de una persona, de un bien valioso, de una oportunidad, de una rutina incluso (cuando nuestro estilo de vida cambia), o de cualquier cosa buena. Todo ello nos lleva a la pérdida de la ilusión y de la motivación.
Esta tristeza sirve como duelo y como mecanismo de reconstrucción de la personalidad y que necesita cambiar para adaptarse a los cambios. Se vive como una herida pero también son dolores de crecimiento o de cambio. Como cuando nos duele la cabeza por un día estresante y eso es bueno porque nos ayuda a parar y no sobrecargarnos más. De la misma manera, la pena nos hace parar, para así poder pensar, comprender nuestra situación, descansar, abandonar viejos hábitos, reorientarnos y cambiar. Es una tristeza que no elegimos: nos viene sin más cuando perdemos algo amado.
La tristeza de pena sí que es buena y por ello se debe aceptar, sentir y abrazar. Pues sentirla es el camino rápido para que haga su función y deje de ser necesaria. Como decía Gandalf en El señor de los anillos: no diré no lloréis, pues no todas las lágrimas son amargas. Sentir la pena nos ayudará a resurgir y a recuperar la alegría. De hecho, es compatible con la alegría: podemos sentir pena y alegría al mismo tiempo.
La tristeza espiritual
Por último, está la tristeza en su significado espiritual: la tristeza más pura. Esta, más que un sentimiento es una pasión, pues no se percibe por la sensibilidad sino por el espíritu. Consiste en sufrir por la ausencia, pero no por causa ajena, no por la pérdida sino por aquello que nosotros rechazamos. La tristeza espiritual viene de cuando nosotros por iniciativa propia rechazamos la vida y el bien que tenemos, el bien que podemos hacer o al amor que nos quieren dar.
Y tiene la raíz en el engaño de la soledad profunda y en la desesperanza, pero también en la soberbia de revelarse contra la realidad y no querer aceptarla. Es una especie de desamor elegido de forma pusilánime.
Es una tristeza elegida por uno mismo a modo de tortura masoquista, quizás movida por tendencias como el victimismo o el dramatismo que busca manipular, llamar la atención o incluso hacer daño; otras veces nos movemos simplemente por imitación de conductas que nos han transmitido quienes nos maltrataron. En este último caso no tenemos culpa de ello, pero no deje de ser una conducta despreciable y lamentable que debemos eliminar. Es una forma de maltrato, que hiere tanto al que lo ejerce como al que lo recibe.
Este tipo de tristeza es posiblemente el mayor infierno que existe. Y no se debe sentir. Pues es mala en sí misma.
La solución para salir de ella no es sentirla sino rechazarla y negarla, así como renunciar a las migajas que obtenemos de ella: algunas muestras de atención, justificaciones mediocres, favores, sobreprotección de los demás… Migajas que no valen la pena.
Seguido de ello, la cura está en la esperanza: decidir caminar hacia el bien, cueste lo que cueste, y luchar por enriquecer nuestra vida de todas esas cosas buenas que no queríamos ver ni valorar ni lograr. Dejar de huir de las soluciones que no queremos implementar en nuestra vida porque quizás cuestan esfuerzo y sufrimiento (no más que esa autodestruirnos masoquista de antes), y decidirnos a llenar nuestra vida de grandeza, abrazando lo bueno y lo duro de la vida para vivir la verdadera felicidad.
Lo esperanzador de todo esto es que el mayor sufrimiento acaba en el instante en el que decidimos salir del infierno: el momento en el que rechazamos la tristeza tóxica y abrazamos la pena que sana. Pues la tristeza espiritual no es material y no depende del tiempo, por tanto, se cura en un solo instante. La pena emocional, sin embargo, es psíquica y tarda en irse, pero se vive con esperanza y se alivia en el abrazo.
Una vez eliminada la tristeza, la pena emocional descansa en un sentimiento profundo que la consuela enormemente: el sentimiento de paz, así como la confianza y la esperanza de sentirse amado. Es en estas circunstancias cuando la pena se hace compatible incluso con la alegría.
Juan Carlos Beato Díaz
Psicólogo y orientador del Centro IPae
Soy graduado en Psicología con máster de coaching y Psicología Existencial. Estoy especializado en orientación de adolescentes y rendimiento académico, así como en ansiedad y etrés. En 2013 comencé a formarme en IPæ y en 2018 emprendí su sede en Lucena. Me encanta la escritura y la lectura para formarme. Considero que la terapia se resume en leer, escibir y conversar. Puedes reservar cita conmigo aquí.