Los 10 mandamientos de la terapia

Loco no es aquel que ha perdido la razón, sino aquel que lo ha perdido todo, excepto la razón.

G.K. Chesterton

Loco no es aquel que ha perdido la razón, sino aquel que ha perdido el norte: sus principios personales, y con ello, lo ha perdido todo. Es por eso que su razón solo le lleva a argumentar de manera compleja, pero eficaz, sobre su miseria y lo miserable que uno es; y también por eso su ánimo solo le lleva a odiarse. Perder nuestros valores, aquellos que nos edifican como personas y nos guían hacia la felicidad, es el mayor aliciente para perder la cordura. Loco no es aquel que ha perdido la razón, sino aquel que ha perdido lo que más quiere y ya ama lo que debe amar.

Por eso, propongo este decálogo enfocado para la terapia ―inspirado en el original, aunque sin ningún afán por suplantarlo―, para todo aquel que necesite recuperar muchos de los valores más importantes del ser humano en relación a la salud emocional. Estos mandamientos parten de lo más evidente y sencillo: en el fondo, son cosas que todos sabemos, pero que es muy necesario recordar.

Hagamos pues, no solo por cuestionarnos si estas directrices las conocemos o no, sino más allá: preguntémonos si las practicamos o no y si las perseguimos cada día o no.

1. Ámate a ti mismo como amas al prójimo

Se da demasiado por supuesto el amor a uno mismo; y se nos olvida. Muchas veces pensamos más en los demás que en nosotros mismos; o incluso, pensamos en muchas cosas vanas y secundarias antes que en nuestra felicidad.

No se puede amar sin ser amado antes, como no se puede dar lo que no se tiene. ¿Qué es más importante, amar o dejarnos amar? La respuesta es dejarnos amar, pues es la única forma que tenemos de amarnos a nosotros mismos, de recibir, de invertir en nosotros, para luego poder dar sin cesar. No se puede amar al prójimo sin amarnos antes nosotros mismos.

Tampoco se ama lo que no se conoce: debemos conocernos a nosotros mismos para poder así aceptarnos. Debemos aceptarnos primero para luego poder cambiarnos y mejorarnos. Como decía san Agustín: Conócete, acéptate, supérate. O esa frase que hace eco entre autores, sin saber quién fue el primero en decirla: el que quiera cambiar el mundo, que empiece por uno mismo.

Por esto, igual que empatizamos con los sentimientos de los demás, escuchemos también nuestros propios sentimientos y deseos: necesitamos pararnos a menudo a preguntarnos ¿cómo estoy?, ¿qué sucede a mi alrededor?, ¿qué es lo que quiero?, ¿qué hago al respecto? y reflexionar sobre ello para aceptar nuestra vida, adaptarnos a lo nuevo, cambiar todo lo que esté mal y disfrutar de lo bueno.

2. No des tu palabra en vano

Dar honor y valor a nuestra palabra nos dignifica como personas, nos ayuda a querernos y ser valorados por los demás. Es quizás, la base de la magnanimidad, de la integridad, de la responsabilidad, de la madurez, del ejemplo, del liderazgo, etc. Más allá: ni siquiera nos tomaremos en serio a nosotros mismos si no cumplimos nuestros propósitos y compromisos.

Es fundamental, en este mandamiento, aprender a ser prudente, a meditar los impulsos y decisiones que tomamos, a medir nuestras capacidades y fuerzas, etc. También es fundamental algo a lo que no nos enseñan: aprender a decir que no. No debemos comprometernos a aquello que no sabemos si podremos llegar. Eso no significa dejar de soñar y de aspirar a lo extraordinario, no quiere decir que no se intente en algún momento lo difícil o lo imposible (si es que hay que intentarlo), pero si guardarnos de dar nuestra palabra por ello. Es una cura de humildad, es ser realista, es decir no creo que pueda, o no lo sé o incluso no puedo. Además, son afirmaciones que transmiten seriedad y credibilidad.

Por otro lado, quien mucho abarca, poco aprieta: si decimos que sí a todo, nunca nos enfocaremos en lo importante, nunca seremos productivos, nunca conseguiremos nada (por falta de tiempo y de criterio) y estaremos siempre enormemente estresados y cansados. Piensa que soltar cuerda es profundamente aliviador y mejorará nuestros resultados.

3. Ordena y da sentido a tus placeres

El bien es lo que apetece decía santo Tomás. Las apetencias más inmediatas son los placeres. Y estos bienes ―como todo lo bueno― poseen un sentido en nuestras vidas; pero cuidado con volvernos hedonistas: no son lo más importante. Nuestra vida debe poseer un orden, una prioridad que integre todos nuestros valores. Y cuando nuestra vida está en orden, el mayor bien y el mayor placer es el amor (vivir amando y siendo amado). Me gusta una frase de Jaques Philippe que decía: es bueno que exista el placer, pero lo mejor de que exista el placer es que se puede dar placer. Aparece aquí el prójimo.

Orientar nuestros placeres hacia el amor, hacia compartirlos, hacia disfrutar en comunidad, hará que nuestra felicidad crezca a la vez que crece nuestra libertad y se engrandece nuestra vida. Un amigo mío decía yo solo bebo y solo fumo cuando estoy con gente y contento, disfrutando de su compañía.

Uno vive alegre, no por lo que tiene o por los placeres que consume, sino por su actitud y por sus relaciones personales. El que más disfruta es el que ha aprendido a aceptar y a amar con libertad toda su vida y la de los demás. No busquemos tanto el placer por placer, como meta última, sino que utilicemos el placer como parte del camino, como adorno, como apoyo y como descanso. El placer engalana y festeja los bienes profundos que ya tenemos: las personas.

Por otro lado, en ocasiones necesitamos practicar virtudes contrarias al disfrute para equilibrar y no sucumbir al vicio y la adicción al placer frívolo y superficial: las virtudes de la sobriedad, la austeridad, la abstinencia, la moderación, la disciplina, la renuncia material o incluso el sacrificio, con tal de engrandecer y conservar lo más precioso que tenemos: nuestra libertad y nuestra paz. Porque otra realidad es que el placer, en exceso, atonta, anestesia, absorta, es adictivo y podemos utilizarlo como refugio para no enfrentar nuestros sufrimientos. Al contrario, debe utilizarse para enfrentar el sufrimiento gracias a que se hace más liviano. Demos un sentido inteligente, libre y amoroso a nuestros placeres.

4. Concilia tus raíces y cuida tus relaciones familiares

La conciencia solo encuentra paz cuando está en paz lo más importante: nuestras relaciones personales. Estas relaciones empiezan en la familia, y en especial, por nuestros padres. Es un principio universal y realmente importante que necesitamos tener una relación sana con nuestros padres, pues es inherente al hombre ese amor filial: no todos somos padres, pero si todos somos hijos.

Una relación sana cuando nuestros padres son buenos significa una relación de cariño, confianza y una profunda gratitud. Por otro lado, una relación sana con padres no tan buenos (padres maltratadores) sería una relación de aceptación, perdón y una distancia adecuada a las circunstancias; todo esto excluye el amor sino que lo adapta.

Es importante entender que personalidad de nuestros padres (aunque nosotros evolucionemos y maduremos por nuestra cuenta) se imprime fuertemente en nosotros hasta llegar a conformar una gran parte de nuestra personalidad. Aceptar y relacionarnos sanamente con nuestros padres significará también aprender a vivir con todo lo que hay de ellos en nosotros y aceptarlo y amarlo.

Por supuesto, debemos cuidar y cultivar el resto de relaciones familiares que tengamos: esposo/a, hijos, hermanos, abuelos (en este orden) y también esos injertos casuales que llegan a unirse al tronco de nuestro hogar: los amigos. Nadie tiene mayor amor que el que da la vida por sus amigos. Cuidemos nuestras amistades. Para ello, dos son los pilares de toda buena relación: cariño y tiempo. El abrazo y la convivencia en cantidades.

5. No maltratarás

Lo que más nos transforma y configura en esta vida son nuestros actos. Especialmente, nuestros actos conscientes y deliberados que pasan por una decisión personal. Cometer maltrato es un acto injustificable de tortura que deshumaniza, tanto al que lo recibe como al que lo hace, pero ―y esto es importante―, especialmente al que lo hace. Todo maltratador es envenenado por su propio maltrato.

Muchos caen en la tentación, cuando son maltratados, de decidir convertirse en verdugo para dejar de ser víctima. No hay mayor error, pues ese es el signo de que ha calado en nosotros más hondo que nunca el maltrato que nos atormentó. Este es el momento en el que dejamos de ser nosotros mismos, perdemos el contacto con los demás ―el amor, la compasión y la empatía―, el momento en el que el maltrato ha acabado con la víctima y puede, a través de ella, continuar su cadena con otros.

Si estás siendo maltratado, aprende a evitarlo en lo posible; si no puedes, aprender a defenderte y a poner al otro en su sitio. Si hay que denunciar, denuncia. Si no sabes cómo frenar el mal ―que es algo probable―, no pongas más la otra mejilla: pide ayuda.

6. Orienta tu sexualidad hacia el amor

En el amor es el principio de la felicidad y es lo que da sentido a toda nuestra vida, por ello, también debe dar sentido a nuestra sexualidad. Que cada acto sexual sea por y para amar. Y amor significa atracción, pero también amistad, compromiso y fidelidad incondicional.

La pornografía, las relaciones ocasionales sin compromiso, las infidelidades, las relaciones abiertas, la objetivación del cuerpo, la agresividad en la sexualidad, etc., abundan desde siempre. Pero son historias vacías de amor, de libertad y de vida que suelen acabar perjudicando a ambos, aunque a veces no se note a corto plazo.

Diremos sencillamente que no se puede desligar la sexualidad del resto de dimensiones de nuestra vida: no existe el sexo sin unión, sin sentimientos, sin relación, sin intimidad y sin consecuencias. Todo sexo sin amor deja un vacío a su paso que esperaba ese amor. De ahí el incremento de los celos, la inseguridad, el trato tóxico, el amor posesivo, el miedo al compromiso y las faltas de respeto de muchas relaciones. Todo esto sucede cuando se adelantan el sexo a la madurez personal de ambas personas, al conocimiento mutuo, al cariño, a la amistad, al compromiso y al proyecto común.

Recordemos lo que decía Julián Marías: la mayor expresión del amor no es el sexo sino la caricia. Algo tan íntimo como sexo debería ser ―más que ningún otro placer― una celebración y una expresión del amor hacia la otra persona, para que no se torne en vicio. De lo contrario nos dejarán un enorme vacío que esperaba ese amor y eso derivará en miedos. El amor incondicional debe preceder al sexo.

7. Trabaja: gánate el pan

El trabajo es terapéutico pues ordena y dignifica a la persona. En él se desarrollan todas las virtudes. Trabajar nos da un motivo para sentirnos útiles y orgullosos.

La ley del mínimo esfuerzo es la ley del mediocre, del ladrón, del que busca apropiarse de todo lo ajeno al menor precio, del egoísta: ese chupóptero y sanguijuela que no aporta, solo abarca. Dar lo mínimo de nosotros es como robar. Pues, nada de lo que tenemos nos lo hemos ganado: todo nos ha sido dado; lo único que podemos aportar es nuestro esfuerzo, y si no lo aportamos, no tenemos derecho a seguir recibiendo.

Por otro lado, el trabajo también genera en nosotros la pasión y la motivación. Además, nos hace enormemente libres: a la persona trabajadora se le abren todas las puertas, y con ello se le abre el futuro.

Por último, el trabajo es una forma de amor. El trabajo más sencillo y ordinario, hecho con mucho amor se vuelve extraordinario, útil, bello y realizador. Trabajar es amar: detrás de cada trabajo hay un beneficiario, un cliente, una persona, una sociedad. Amar es trabajar para hacer el bien por y para la persona amada.

8. No te mentirás (a ti mismo)

Innumerables veces somos demasiado subjetivos. A la hora de engañarnos a nosotros mismos, llegamos incluso a rozar el delirio: uno solo ve lo que quiere ver y ciega los ojos a todo lo demás. Innumerables veces nos engañamos a nosotros mismos tentados por las circunstancias o movidos por miedo o la culpa de aceptar una dolorosa o desagradable realidad. A veces incluso olvidamos a posta, porque nos duele tan solo el pensar en una determinada realidad.

En otras ocasiones, podemos engañarnos por motivos más bajos: por vicio, por mediocridad o por egoísmo. Ya no es que nos duela, no es que no podamos soportar ciertas realidades, sino que no nos conviene. Entonces nos hacemos los tontos, nos autoconvencemos, nos justificamos y atacamos a todo el que nos imponga la verdad. Pero caemos en un error: negar la verdad, vivir en una fantasía. Lo cual encierra una consecuencia, pues, como se dice, en el pecado está la penitencia: nunca aprenderemos a ser felices en esta realidad, y nos pasaremos la vida luchando contra ella, cargando con nuestra mochila de mentiras, agotados, intranquilos y frustrados. Y lo peor: en algún momento las mentiras caerán por su propio peso y todo recaerá sobre nosotros.

Debemos ser conscientes de las mil y una mentiras que nos decimos para huir del sufrimiento o escabullirnos de nuestras responsabilidades. Solo cuando estamos dispuestos a aceptar que podemos estar equivocados ―y lo que ello conlleva―, seremos objetivos a la hora de discernir sobre la realidad y podremos ser felices en ella.

Para no engañarnos, el remedio es sencillo: preguntémonos a la hora de tomar decisiones lo siguiente: si estuviera equivocado en mi elección ¿aceptaría la otra opción? Si la respuesta es un honesto , adelante, estás decidiendo con libertad y sinceridad.

9. Desintoxica tus pensamientos y deseos

Somos lo que pensamos, pero sobre todo, somos lo que amamos. Por un lado, es esencial ordenar la forma en la que pensamos, razonamos e imaginamos: identifiquemos nuestros pensamientos tóxicos, nuestras creencias irracionales y la voz de nuestra conciencia que siempre está evaluando lo que hacemos. Si nos decimos constantemente pensamientos negativos, exagerados o falsos, será sencillamente insoportable la convivencia con nosotros mismos.

Para ello, es fundamental formarnos: el conocimiento amuebla nuestra cabeza y nuestra conciencia. También es fundamental educar nuestra voz interior, aprender a parar nuestras obsesiones y analizar cuáles son los pensamientos negativos en los que siempre caemos, desmontarlos racionalmente y desecharlos.

Por otro lado, debemos trabajar nuestras actitudes y nuestros hábitos, que son los que orientan nuestros deseos. Necesitamos entrenarnos para tender hacia aquello que realmente es bueno. Hablo de orientar nuestras tendencias, de controlar nuestros impulsos y deseos para no ser esclavos de ellos. Y esto se entrena si cada día nos paramos a pensar en silencio, hacemos examen de conciencia y reflexionemos sobre nuestra vida, nuestros valores, prioridades e ilusiones para no olvidarlos y para corroborar si van en consonancia con nuestros actos.

10. Aprende a admirar

La envidia es lo contrario de la admiración. Admirar es asombrarse del bien y la belleza que hay en otra realidad y que nos motiva a mejorar. Por ejemplo, admirar a otra persona es alegrarse de que sea buena, de que tenga una cualidad valiosa y guiarnos de su ejemplo como inspiración para querer mejorar. Y admirar una flor es encontrar algo bello y bueno en su existencia y descubrir que eso nos da esperanza e incluso consuelo: en la vida siempre hay mucha belleza y merece la pena ser vivida. Esto también nos motiva a mejorar.

La persona que admira es una persona contemplativa, más tranquila, que disfruta de lo ordinario y que sabe maravillarse con el bien que encuentra en cada realidad. Por eso, admirar significa también aprender a ver el lado bueno de las cosas, el sentido que puede tener el sufrimiento o el gozo que puede provocar en nosotros valorar verdaderamente lo que tenemos.

La admiración es la cara más profunda de la empatía: contemplar al otro hasta llegar a ser feliz solamente con su felicidad.

La admiración es la actitud personal de gozar con el asombro, pero, sobre todo, admirar es dejarse amar por la realidad: ser contemplativos en medio del mundo.

Juan Carlos Beato Díaz

Psicólogo y Orientador del Centro IPæ

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