psicólogo problemas amorosos

La felicidad de la persona

No vayas fuera, vuelve a ti mismo. En el hombre interior habita la verdad (San Agustín).

El ser humano no es feliz por sí mismo: no es un ser perfecto, pleno, realizado, sino que es un ser que nace inmaduro, una realidad por desarrollar. La felicidad no es una algo inherente a nosotros sino que es un camino que recorrer y una meta por conquistar. Por eso todo ser humano debería preguntarse en algún momento de su existencia —y mejor pronto que tarde— ¿dónde está la felicidad?, ¿cómo conseguirla?, ¿cómo se aprende el arte de vivir?

La sociedad neurótica de nuestro tiempo

En cuanto a felicidad —y por tanto en todo lo demás—, el mundo está bastante mal. Muy en especial, los llamados países desarrollados: muy desarrolladitos en cuanto a la técnica y la tecnología, la economía, la seguridad en las calles, siendo expertos en el ocio, las distracciones, la comodidad y muy avanzados en los medios de información y comunicación, pero que son también líderes mundiales en los ránquines de suicidio, depresión, estrés y ansiedad, patologías estrechamente relacionadas con la felicidad. También numerosas encuestas sitúan los índices de felicidad, satisfacción y bienestar por debajo de muchos países menos desarrollados o pobres. Por tanto, algo falla. Teniendo todo lo supuestamente importante para ser felices, no lo somos.

El psiquiatra Javier de las Heras analizó en su libro La sociedad neurótica de nuestro tiempo una enorme cantidad de estadísticas sobre salud mental y felicidad y concluyó que vivíamos en una de las sociedades con más patologías mentales de la historia, y que ello se debía, según Javier, a la enorme crisis de valores que estamos sufriendo.

¿Qué es eso de la crisis de valores? Pues que seguimos en la cultura un tanto hippie basada en el todo vale: no existe lo bueno y lo malo, todo es relativo. Esto nos proporciona una aparente sensación de libertad —de poder hacer lo que nos dé la gana sin ser juzgados— pero es una libertad superficial que nos roba lo más importante: el criterio para acertar con esa libertad. Por eso no sabemos ser felices. No sabemos distinguir lo que nos hace bien de lo que nos hace mal, y toda propuesta de ética universal se rechaza y se critica: <<¡No hay verdades absolutas!, todo es relativo>> se dice. —Aunque es una obvia contradicción, ya que la expresión “no hay verdades absolutas, todo es relativo” es una sentencia absolutista en sí misma—. Por esto no sabemos qué hacer con nuestra libertad, cuál es el camino para ser felices ni para hacer felices a los demás. Esto nos deja perdidos y desorientados ante la vida.

Así hay personas que eligen los estudios que más les agrada a sus padres o la más valorada socialmente, en lugar de escoger lo que les apasionan. También hay padres que se centran demasiado en sus hijos olvidando cuidar de su matrimonio y de sí mismos. O enamorados que viven una relación desquiciada y tóxica, llena de dependencia, donde uno somete en gran medida al otro. Todo porque nadie nos ha formado para adquirir un criterio en cuanto a cómo relacionarnos, a cómo tomar decisiones o a cómo ordenar nuestros principios y prioridades.

En otras ocasiones, sucede que, si bien hay valores, suelen ser valores mediocres como el poder, la apariencia, el dinero, el éxito, la aceptación social o el placer, que no nos dan la felicidad, más bien nos vuelven cada vez más insatisfechos y egoístas. Son valores que acaban dejándonos solos y con un pasado lleno de vacíos, engaños, culpas y heridas que hemos dejado a nuestro paso y que nuestra conciencia no soporta. Vacíos que seguimos tapando con más parches, sucedáneos o paliativos. Aquí comienza nuestra kenosis: un descendimiento hasta tocar fondo.

En ocasiones esos paliativos se acaban o dejan de hacernos el efecto que nos permitía conservar la aparente paz y entramos en la desesperanza. Es entonces cuando nos acordamos de aquella persona que nos amó aun siendo malos y egoístas y que no nos giró la cara cuando la herimos o la abandonamos. En ese momento cuando nos replanteamos si somos realmente felices y qué hemos conseguido hasta ahora con nuestra vida o qué camino estamos llevando. Cuando vemos que nuestro camino no nos lleva más que a la decadencia hasta un infierno, aparece ante nosotros la nada: el vacío interior, y con él, la frustración del fracaso y la angustia de vernos perdidos.

El ser humano necesita tener principios y valores sobre los que tomar decisiones, dar un sentido a su vida y además, acertar con ese sentido. Necesitamos hacer algo con nuestra vida y algo que sea bueno y útil para nosotros y para los demás, así será algo que nos haga felices y aporte felicidad a los demás. De lo contrario, uno sentirá que su vida no vale para nada, que no es nadie, que nadie debería quererle y que no hay motivos para ilusionarse ni para la felicidad.

En esta situación de crisis existencial se experimenta el sufrimiento más profundo, que es el más extendido en esta sociedad y la primera causa del suicidio: el vacío y la angustia existenciales. Solo que, como hemos dicho antes, estos sentimientos se pueden tapar o envolver para huir de ellos. Hay mucha gente que tiene este vacío y que, sin embargo, se cree que es feliz y no lo es. Esto se debe a que las personas tenemos cierto margen para poder reprimir los sentimientos negativos.

Podemos recurrir a diversas drogas —en el sentido tanto figurado como literal— que nos anestesian de nuestro verdadero estado ansioso-depresivo. Hay muchas drogas domésticas u ordinarias como el ocio, el trabajo frenético, la fiesta desfasada, la vida social intensa, la música, las relaciones tóxicas, fatuas e híper-románticas, el sexo, los estudios o cualquier otra cosa buena que se utiliza como obsesión. E incluso podemos recurrir a evadirnos pensando en preocupaciones menores y más superficiales que las que de verdad importan, con tal de no mirar nuestro vacío y ocuparnos de lo que de verdad está mal. Utilizamos preocupaciones como el pago de la luz, el estrés de trabajo, la política, los problemas matrimoniales, achacando a todas estas cosas nuestra infelicidad para no ver las que verdaderamente duelen e importan.

En el fondo, el corazón de muchas personas está enfermo, lleno de un gran cúmulo de sentimientos negativos reprimidos de los que no hacen más que huir y evadirse para no verlos. Y los problemas que más tapamos son los espirituales: el vacío, el aburrimiento, la desilusión, el anhelo de ser amado… la infelicidad en general. Los tapamos con otras emociones o sensaciones para apagar la conciencia.

No quiero deprimir a nadie, solo iluminar una verdad de la que han hablado la gran mayoría de los sabios, filósofos, artistas y que también se está estudiando en la Psicología, para más tarde hablar de la solución, que también es más que conocida.

Una prueba para evaluar si tenemos este problema está en ver si nos cuesta pararnos o quedarnos a solas con nosotros mismos. Normalmente estás personas hacen mil actividades, viven muchísimas experiencias, o bien trabajan constantemente, están siempre con alguien, pasan la vida distraídos o conectados al teléfono. Luego, cuando se relacionan, lo hacen buscando siempre algo a cambio. Puede ser atención, cariño, ser escuchados, ser aceptados, apoyados, o bien reconocidos, adulados, valorados, o incluso conseguir favores, tratos, poder, influencia, etc.—, o buscando divertirse y despejarse siempre, pero en el fondo no aman realmente ni se aman a sí mismas.

¿Qué sucede cuando nos paramos? Nos aburrimos profundamente, luego nos ponemos nerviosos o estresados, nos sentimos tristes, y entonces salimos corriendo huyendo de nosotros mismos. La persona que no sabe convivir consigo misma, se vuelve insoportable también para los demás. Esto se observa sobre todo en la convivencia y en la familia. De ahí que la mayoría de matrimonios y hogares de esta sociedad se rompan. Nos estamos volviendo insoportables, aunque solo se vea en la intimidad.

En resumen, la felicidad hoy día es mucho menos frecuente de lo que parece: es disimulada, oculta, reprimida, enmascarada, tapada y falseada. El ser humano necesita desnudarse por capas, despojarse de todos esos sucedáneos y paliativos para llegar a ver lo que realmente es y conocer lo que realmente le hace sufrir. Y este proceso se hace mejor si nos guían los buenos principios y valores universales, nuestra buena intuición y conciencia y si miramos este viaje con la mayor de las esperanzas: el amor y el consejo de alguien que es más feliz que nosotros y que nos quiere.

El viaje hacia nosotros mismos

Hay quienes necesitan lograr todos sus propósitos y deseos para ver que estaban equivocados, que llevan toda la vida persiguiendo fantasmas: ese trabajo, ese ascenso, esa chica o chico ideal que les quiera, esa casa en el campo con esa familia perfecta, ese hijo que del que sentirme orgulloso y que logre mis proyectos frustrados, esa plaza fija de trabajo o esa seguridad económica, el éxito, la fama,  la apariencia, el poder… o cualquier proyecto de vida anhelado. Algunos logran muchos de estos objetivos y luego se descubren a sí mismos extrañamente insatisfechos. Lo peor es que entonces se encuentran sin más recursos o vías de escape para seguir reprimiendo su oculta infelicidad.

Por ejemplo, la crisis de los cuarenta: adultos insatisfechos con su vida, a pesar de no tener problemas y haber conseguido sus metas; resulta que mandan todo al traste, empezando por su matrimonio, su aspecto físico, sus amigos, su familia y terminando por sus valores y creencias, para probar suerte de nuevo, pero ahora tomándose la vida más a cachondeo —como si nada tuviera consecuencias—, para así sufrir menos si fracasan de nuevo.

Estas personas que “mueren de éxito”, pasan de tocar techo a tocar fondo. Empiezan a desgastar su vida buscando principios más bajos como el placer o el llamar la atención, y se pierden en el vicio, la irresponsabilidad hasta no poder más con ello. Algunos incluso se vuelven maltratadores y comienzan a buscar su beneficio a toda costa, porque no soportan el sufrimiento. Otros sin embargo se encierran en la depresión o piensan en quitarse la vida por desesperanza.

Gracias a darse cuenta de que la vida se acaba, se topan con la realidad: o se replantean su vida y cambian su norte o no llegarán a ningún lugar. Todos nos morimos y menos mal que existe la muerte y nos hace reflexionar un poco.

Otros, sin embargo, necesitan sufrir menos para madurar: bien por la suerte de haber recibido una mejor formación o educación, o de haber sido bien orientados por personas con la suficiente sabiduría, o sencillamente por ser personas más honestas y humildes. Estas personas poseen una conciencia más lúcida o más despierta, y no necesiten tocar techo o tocar fondo para decidir reorientarsey replantearse su vida, sus principios, sus valores y el sentido de su existencia.

La cuestión es que este proceso consiste en ver más allá de todo lo que siempre hemos ido buscando y renunciar por un momento a todo para encontrar el mayor de los tesoros. Darnos cuenta de que estábamos equivocados, de que lo que buscábamos no era lo importante, de que la felicidad se encuentra en otro lado. Solo si nos replanteamos la felicidad podemos encontrarla en el lugar adecuado.

Nuestra mejor guía será nuestra conciencia. Como decía san Agustín: no vayas fuera, vuelve a ti mismo, en el hombre interior habita la Verdad. Es en el silencio, la reflexión y la actitud contemplativa donde se descubre el camino de la felicidad. También ayudan la lectura y las conversaciones con quienes son más sabios y felices que nosotros y además nos quieren. Debemos aprender a escuchar: a los demás, a nosotros mismos y a nuestra conciencia, pero esto no se puede sin humildad. La humildad de haber reconocido que estábamos perdidos en lo más importante y que necesitamos aprender el arte de vivir.

Poco a poco iremos conociéndonos a nosotros mismos y entendiendo el sentido de nuestra vida. Aquí sucederá nuestra experiencia vital más importante: el milagro de descubrirnos humanos. Cuando lo hemos perdido todo, e intentando madurar decidimos renunciar a todo para ser libres, solo nos queda una cosa: mirar dentro de nosotros mismos. Entonces vemos dos cosas que miles de cosas y sentimientos tapaban: primero el vacío que tenemos, pero inmediatamente después, la grandeza de nuestro ser, de nuestra esencia, de lo que somos. Y descubrimos en esa grandeza la clave para llenarlo.

El fondo de nuestro corazón es extraordinario. En él está lo mejor que somos y lo mejor que tenemos. Solo si nos atrevemos a mirar dentro, a conocer lo que somos, podemos sanar nuestra autoestima y nuestra dignidad destrozada, esto es, aceptarnos y amarnos. Como decía, de nuevo San Agustín: conócete, acéptate, supérate. Es el proceso de descubrir que en sí mismos ya somos valiosos, ya somos importantes, ya somos buenos, ya somos amados, y que eso basta. Siempre lo fuimos. Al igual que siempre tuvimos la capacidad de amar, de amarnos y de dejarnos amar, y por tanto de sanar nuestros complejos y nuestro vacío. En esa realidad tan sencilla se encierra el misterio de la felicidad: parar, desnudarnos, mirar, aceptar y amar.

Amar y ser amado

Lo que el ser humano necesita y anhela con más fuerza en esta vida es el amor. Por eso busca la fama, el dinero, el poder, o la atención: para que le quieran. Aunque sea por su fama, por sus bienes o por cansinismo. El ser humano necesita sentir que existe para alguien, que es alguien para los demás. El valor más importante para el hombre y el que se está perdiendo es el amor.

Pero el amor bien entendido. Cuando una palabra se utiliza en exceso se pierde su significado. Y eso sucede con el amor: ahora amor significa cualquier cosa. Con amor no me refiero al amor sentimental, o al amor erótico, que es como se suele entender. El amor no es un sentimiento, sino una decisión existencial, un compromiso vital, un acto de la voluntad, o como decía Erich Fromm: un arte. El amor es la decisión y la acción consciente, comprometida y desinteresada de buscar el bien por y para la persona amada. Amar es facilitarle la existencia y la vida a la persona amada, buscar su bien y su felicidad.

Todos estamos heridos en el amor. Como no entendemos bien el amor, no nos amamos bien. Muchas veces nos han amado de forma tóxica, posesiva, incompleta o interesada. Y también nosotros amamos como nos han amado. Padres que han estado ausentes, amigos que nos han fallado, personas que nos han herido, maltratos psicológicos conscientes o inconscientes que hemos sufrido por parte de todos… nos han creado una herida en el amor, y esa es la raíz más profunda de nuestra infelicidad. Por eso dudamos constantemente de nuestra dignidad y de nuestro su valor. Y por eso somos tóxicos en ocasiones con los demás. Esta herida es la que más duele y la que más nos destruye, porque estamos hechos para el amor: amar y ser amado. Esta es la raíz de todas nuestras dolencias e imperfecciones.

Solo podremos amar si antes hemos sido amados. Es por eso que es tan importante la familia, pues en ella surge, crece y se educa la vida humana. Solo en la familia nos aman con amor incondicional de manera natural —aunque haya de vez en cuando algún valiente fuera de ella que nos ame incondicionalmente de manera sobrenatural—. Pero necesitamos sanar nuestras heridas de la infancia para y que nos nublan el amor que recibimos y nos impiden ser felices. También para no trasladárselas a nuestros hijos, pareja, amigos, empleados, vecinos…

Solo podemos dar amor si antes lo hemos recibido. También por esta razón es vital que aprendamos a recibir, a dejarnos querer y a dejarnos abrazar. La mayor expresión del amor no es el sexo sino la caricia (Julián Marías): en el cariño y el abrazo se sanan todas las heridas del ser humano. Por último, es igualmente importante aprender a dejarse amar por la propia vida, por la realidad: aprender a ser contemplativos en medio del mundo para aprender a recibir, a ver lo bueno y lo positivo de cada situación, a admirar la belleza de cualquier lugar y de cada historia, a ver cada cosa buena como un regalo y a descubrir la grandeza de la gratitud: todos hemos sido amados porque todo nos ha sido dado.

Desde aquí, una vez nos hemos descubierto amados, la siguiente cuestión es aprender a amar. Empezando por nosotros mismos y continuando por los demás.

Solo en la capacidad de amar se desarrolla la grandeza de nuestra libertad, la dignidad de nuestra vida y nuestra felicidad. Y lo más importante, todo ser humano tiene dentro una fortaleza, una potencia, una capacidad de encontrar el amor pase lo que le pase. Siempre tuvimos la capacidad de recomenzar para resucitar de nuestras cenizas, porque todos hemos sido amados y por ello siempre podremos amarnos y amar. El amor tiene esas 3 fases: dejarnos amar, amarnos y amar.

A amar se aprende: debemos aprender a amar lo bueno y amar bien. Lo primero sería dejar de amar tanto las tonterías y vanidades que no son importantes, esos ídolos a los que nos aferramos y le damos un valor sobre-exagerado, lo cual lleva a todos los desequilibrios y desorientaciones existentes. Y no es necesario renunciar al resto de cosas buenas de la vida, sino darle prioridad a lo que de verdad importa: amar y dejarnos amar, nuestra vida y la de los demás.

Por otro lado, el buen amor podríamos resumirlo en una frase. «No te quiero por lo que tienes o por lo que me haces sentir, sino por lo que eres y por cómo eres, y eso me hace mejor persona». Lo importante no son las sensaciones, los placeres, los enamoramientos sentimentales, o que nos aplaudan o nos den la razón siempre. Lo importante es cómo somos. Y más aún, lo que somos: personas.

El mejor te quiero es decir: gracias por tu manera de ser, por tu ejemplo, por tu vida, por tu existencia, me alegro de haberte conocido, me haces querer ser mejor persona.

Para amar bien es necesario desarrollar una serie de virtudes: prudencia (un profundo conocimiento personal, del prójimo y de la vida, lo que requiere estudio y un amplio amor al conocimiento y a la verdad, desarrollando razón, imaginación, intuición, ciencia, conciencia, etc.); justicia (habilidad para relacionarnos de manera positiva, lo que requiere de empatía, comunicación, defensa del honor, respeto, lealtad, equidad, misericordia…); también la fortaleza (que es la capacidad de resistir hasta el final y levantarse con constancia después de cada caída; esta necesita de la resiliencia, perseverancia, valentía, heroísmo, paciencia, esperanza…); y, por último, templanza (que es la capacidad para relacionarnos con nosotros mismos y nuestras pasiones; requiere de madurez, dominio de sí, pasión unida a la disciplina, autenticidad, autoestima, sobriedad, moderación, pureza, calma, etc.).

Para desarrollar todas estas virtudes, lo primero es empezar por la prudencia y formarnos bien, en especial en materia de Humanidades: Antropología, Ética, Psicología, Historia, Arte, Filosofía, etc., y luchar por mejorar cada día. Porque para amar, para hacer el bien, necesitamos conocer la realidad, en especial, la humana. No se ama lo que no se conoce. Debemos aprender a conocer a los demás para amarles como cada uno necesita que le amen, no como a nosotros nos venga en gana: conocer las necesidades del prójimo, lo que le ayuda y lo que no. Y también conocernos a nosotros mismos para aceptarnos y amarnos tal y como somos, y para saber mejorar en nuestras virtudes y defectos. Como dice mi mentor, David Luengo: conoce, ama y sé feliz. Para aprender el arte de vivir debemos primero formarnos y así poder amar.

Amemos lo que de verdad importa: a las personas. Empezando por amarnos a nosotros mismos. Pues no podremos amar a los demás si no nos amamos a nosotros mismos.  En segundo lugar, continuemos amando a nuestra familia, empezando por nuestro esposo/a, continuando por nuestros hijos y padres. En tercer lugar, amemos a nuestros hermanos, pero no solo a los de sangre, también a esos otros hermanos que se han colado en nuestra familia a base de cariño y del saber estar en lo bueno y en lo malo y que se han ganado un amor profundamente fraternal: los amigos. Seguido de ello, amemos sencillamente al prójimo más cercano: aquellos que la vida nos pone delante cada día con distintos deseos y necesidades: vecinos, compañeros trabajo o clientes, el camarero que nos atiende en el bar o el pobre que vemos por la calle. Amemos también nuestro pueblo, nuestra tierra, nuestra patria, pues nos ha criado y criará a nuestros hijos. Por último, amemos a la humanidad: empeñémonos en aportar algo al mundo y en dejarlo un poquito mejor tras nuestro paso por la vida.

Siempre hago la misma pregunta a quienes están decidiendo su futuro: ¿qué quieres que digan de ti en tu entierro? Persigue tus valores y conviértete en la persona que admirarías ser.

Esta es la felicidad verdadera. Y los frutos de este amor y de esta felicidad son 3: la alegría, la paz y la bondad. La alegría de vivir enamorados y de saber que la vida es bella, la paz de saber que todo lo que nos sucede tiene un sentido y que de todo podemos sacar un bien, y la bondad que crea en nosotros la felicidad. La felicidad nos hace buenos, nos hace querer devolver el bien que la vida nos ha dado.

Las dimensiones de la felicidad

Me gusta explicar la teoría de la felicidad diciendo que la felicidad funciona por capas: hay capas más superficiales y capas más profundas, cada una forma una dimensión. Concretamente, diría que hay 3 niveles de felicidad: la felicidad sensible, la felicidad relacional y la felicidad existencial.

Felicidad sensible

La capa superficial es la más inmediata, la del día a día, la que sentimos a través de los sentidos y de las emociones. En un ejemplo extremo, es la felicidad que siente un drogadicto cuando se droga aunque por dentro esté desquiciado. O la que un casado siente cuando tiene citas con su amante aunque esté echando a perder su vida, su familia, su matrimonio. En ese momento se siente plenamente feliz, aunque en cuestión de horas pueda de nuevo sentir ansiedad y culpa. Esta es la felicidad del placer y del sentimentalismo.

También es la felicidad de los enamorados, la de un chaval jugando a videojuegos, la de la ilusión por comprarnos un coche nuevo, la de conseguir un ascenso, verse guapo en el espejo, o la de ganar una maratón. Es la felicidad del bienestar. Felicidad sensible y realmente superficial, pero muy agradable, al fin y al cabo. No es mala de por sí, de hecho, es bastante buena y ayuda a hacer de la vida una fiesta maravillosa si le das buen uso y no la utilizas para engañarte mientras te haces daño a ti y a otros. Es como el alcohol: no es malo pero podemos vivir por y para ello y no hay que abusar. De la misma manera, lo malo es vivir por y para esta felicidad sensitiva olvidando el resto de dimensiones, y entonces esta capa se convierte en una droga.

Felicidad relacional

Por otro lado, en un nivel más profundo está la felicidad relacional: la que sentimos cuando nos sabemos comprendidos y acompañados y cuando nos sentimos queridos por los demás. Los que tienen esta felicidad, aunque tengan sufrimientos, se ven consolados enormemente por la amistad, la familia y saber que no están solos. Pueden tener ciertos sufrimientos o problemas, pero aun así son capaces de vivir con alegría y entusiasmo porque tienen lo importante: sus seres queridos.

Esta felicidad se siente especialmente a través del abrazo y del cariño, de la empatía, de la escucha, de sentirnos comprendidos, aceptados y valorados por los demás. Además, se siente también, más profundamente, en la forma en que nos miran: cuando sentimos que nos conocen y nos aceptan tal y como somos y, además, nos sentimos ayudados y apoyados. Es una felicidad que se disfruta mucho cuando encontramos lealtad en los demás: descubrir que tenemos personas que luchan a nuestro lado y no contra nosotros.

Esta felicidad es mayor que la anterior porque es mucho más cercana a la realidad que conforma nuestro ser: el amor. Y, aunque el amor muchas veces se expresa a través del placer —dando placer, más que recibiéndolo—, como decía Julián Marías, la mayor expresión del amor no es el sexo sino la caricia.

Es maravilloso saber que tenemos personas a nuestro lado. Más aún si son personas buenas y a las que admiramos. Todos tenemos alrededor personas que en muchas ocasiones vemos mejores que nosotros: más buenas, más humanas, más maduras, más virtuosas, más amantes y de las que podemos aprender. Es fantástica esa sensación de estar acompañados por personas que nos quieren incluso más de lo que nos queremos nosotros mismos. La seguridad y la paz que nos dan es como para no necesitar nada más para seguir mejorando día a día.

Realmente, hay personas que consiguen erradicar la soledad cada vez que nos visitan. Y cuando se van, no dejan un vacío en nosotros, sino el corazón lleno de manera que nos dejan siempre mejor y más felices tras su visita.

No obstante, requisito fundamental para sentir esta felicidad es valorar lo que tenemos. Uno no sabe lo que tiene hasta que no lo pierde, y es así. Pues esta felicidad es una felicidad que se encuentra en lo familiar y en los pequeños actos de amor que muchas veces pasan desapercibidos. Solo la gratitud y la humildad nos permiten disfrutar de ella. ¡Y cómo se disfruta cuando se tienen! Por eso esta felicidad requiere un poco más de esfuerzo para alcanzarla y en ocasiones solo se descubre cuando se pierde. Nuestro principal deber es lograr que no solo brille por su ausencia.

Felicidad existencial

Sin embargo, hay una felicidad más profunda, más dichosa y más eficaz para hacernos crecer en esta vida, y es precisamente la felicidad que mueve a esas personas buenas que tanto nos inspiran. Esta felicidad se encuentra en un plano más profundo: el plano existencial. Yo la llamo la felicidad del ser, o la felicidad espiritual o existencial. Esta felicidad es la sensación de que, aunque en ocasiones estemos solos, o incluso en demasiadas ocasiones nos sintamos demasiado solos, tener la certeza de que nuestra vida es infinitamente digna. Y cuando digo digna digovaliosa, buena, importante, necesaria y única. También es bella, interesante, útil, rica y capaz, aunque eso suele verse solo después de descubrirnos valiosos en sí mismos.

La felicidad existencial o felicidad del ser consiste en la felicidad que da el amor existencial. Este es un amor que no se basa en amar algo por el beneficio que aporta, sino por el bien que es en sí mismo. Es el amor incondicional, el amor desinteresado y puro. Es el que busca solo la felicidad de la persona amada incluso antes que la propia felicidad. Es cuando hallo felicidad en la felicidad del otro, en la sola existencia del otro. Es aprender a ser feliz porque existen mis seres queridos o ser feliz porque existo yo. Esta felicidad es también llamada la alegría de vivir. Y se basa en descubrir la grandeza de la vida y de la dignidad humana.

Toda persona tiene la posibilidad de que, por mucho que le maltraten, le pisoteen, le desprecien o le ignoren, saberse valioso, digno y bueno. Y encontrar esta certeza es lo mejor que nos puede pasar, porque aporta la felicidad más profunda, la voluntad más férrea y la fortaleza más inquebrantable. Así lo defendía el psiquiatra Viktor Frankl tras su experiencia en los campos de concentración nazi: el amor existencial trasciende las circunstancias físicas de la persona, por duras que sean, para sanar el vacío desde el ser.

Esta felicidad, también puede encontrarse paseando a solas, reflexionando sobre nuestra vida, contemplando la belleza, haciendo senderismo por un monte u orando un sagrario, cuando la voz de nuestra conciencia o de nuestra intuición nos dice en nuestro interior que merecemos la pena, que no somos nuestros errores, que somos libres de querernos y aceptarnos o de rechazarnos, pero que, en el fondo, merecemos la pena. Y a raíz de ese pensamiento que nos creemos, empezamos a cambiar.

Este también un pensamiento que podríamos encontrar simplemente hablando con nuestra madre, pero normalmente es algo que necesitamos aprenderlo por nosotros mismos por motivos intrínsecos de lo que llamamos adolescencia. Realmente es algo que siempre supimos, pero nunca aceptamos o acogimos conscientemente.

La cuestión es que esta felicidad es especialmente importante porque todo ser humano, por muy acompañado que esté, por muy amado que sea, en numerosos momentos se sentirá verdaderamente solo. No siempre están ahí esas maravillosas personas que nos inspiran y nos apoyan. De hecho, la mayor parte de nuestra vida la pasamos en soledad. Es más, incluso esas personas pueden, en un determinado momento, fallarnos. Porque todos somos humanos y todos somos imperfectos. Por eso necesitamos aprender a ser independientes.

Nuestra fe, nuestra esperanza y nuestra capacidad para salir adelante —es decir, para amarnos y para seguir amando—, no puede depender exclusivamente de los demás. Debemos encontrarla dentro de nosotros mismos, mirando más allá de nuestros sufrimientos, de nuestra soledad y de los infiernos que a veces tenemos tanto fuera como dentro.

Solo así podremos vivir una vida con verdadera paz. Hablo de una paz extraordinaria que solo algunas personas sienten. Una paz indescriptible, llamada por la mayoría de maestros espirituales, religiosos y sabios de tantas filosofías como la paz interior. Esta paz tenemos que vivirla para entenderla: es una paz que perdura y nos hace sentir valiosos. Se siente como el abrazo de saber que no estamos solos, y parece como que florece especialmente en los momentos difíciles como si viniera en nuestro rescate, y que empapa de alegría el resto de momentos y el resto de capas que aportan felicidad a nuestra vida.

Requisito indispensable para sentir esta paz es reconocernos amados. El segundo paso es aprender a recibir y a dejarnos amar. El tercero es amarnos y valorarnos a nosotros mismos. El último es continuar amando a los demás.

Muchas veces detrás del sentimiento de soledad o de tristeza no está tanto la ausencia de los demás, sino la de nosotros mismos: nos hemos abandonado. A veces no vemos el amor que los demás nos tienen porque no nos aceptamos a nosotros mismos. El segundo motivo de la tristeza es el egoísmo: no amar a nadie, vivir solo para nosotros mismos, lo cual es también amarnos mal.

La libertad interior y el sentido de la vida

Para terminar diremos que todas las capas están relacionadas. La felicidad sensible ensancha la felicidad relacional, y la felicidad relacionar siembra, a través de la familia, la semilla del amor existencial. Y más fácilmente al contrario: la felicidad existencial acrecienta la gratitud y la humildad que nos permiten disfrutar de nuestras relaciones y del resto de placeres de la vida sin deformarlos y volverlos viciosos.

Una vida feliz en todos sus niveles es una vida infinitamente más plena que si carecemos de cualquiera de ellos, especialmente si carecemos del último. No obstante, si poseemos la felicidad más profunda, la Paz Interior, con eso basta para sentirse dichoso la mayor parte del tiempo.

Una vida así, sabe disfrutar de la soledad pero también relacionarse y vivir la vida. Resuena como una orquesta sinfónica que posee armonía, solistas y bajos. La felicidad existencial son esos bajos que inundan de color toda la orquesta y hacen que suene a orquesta. De igual manera, la felicidad existencial hace que nuestras relaciones sean muchísimo más ricas y fuertes, y que disfrutemos con mucha más alegría los placeres e ilusiones de la vida. Aparece aquí la alegría más profunda, la alegría de vivir, que hace que el mundo gire enamorado, que nace de celebrar la vida, la amistad y la existencia. Es una felicidad que nos enamora pero que no engancha ni nos vuelve adictos o dependientes de los placeres, de los sentimientos o de las personas para sobrevivir a la ansiedad.

Una vida así es una vida libre, porque consigue volver a ser feliz pase lo que pase, adaptándose a las circunstancias y a los sufrimientos. Y también porque parte de la libertad interior, la libertad de escoger nuestra actitud ante la vida, la libertad de dar un sentido a la vida y escoger el amor pesar de su situación. Cuando construimos nuestra felicidad sobre esta libertad, la felicidad no se vuelve adictiva sino libre.

Incluso en los escenarios más duros, como en las guerras, las cárceles, campos de concentración, etc., se han hallado personas que han vivido experiencias trascendentales de esta felicidad, encontrando consuelo, alegría y paz en medio del sufrimiento, lo cual les ha llenado de fuerza para hacer el bien aún en los lugares más envueltos de mal. Porque no rehuyeron las cargas y los sufrimientos sino que los soportaron y los aceptaron, les dieron un sentido trascendental y los utilizaron para madurar, crecer en responsabilidad y decidir ejercer la libertad que les quedaba: esa libertad interior.

Seguido de ello, cuando estos sufrimientos pasan, observamos que todo ser humano puede resurgir de sus cenizas y levantarse más feliz y más fuerte.

Nunca más perderemos la esperanza, porque sabemos que de todo mal se puede sacar un bien mayor, que la libertad más profunda de nuestra vida nunca nadie nos la puede arrebatar.

Quien alcanza este nivel de madurez, tras superar grandes pruebas que a veces nos pone la vida, encuentra que, cada vez que pierde y o se desprende de algo, tiene una oportunidad para crecer en lo más importante: crecer en ser y ganar en felicidad más real.

Juan Carlos Beato Díaz

Psicólogo y Coach del Centro IPæ

www.centroipae.com

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